¡Si todos fueran como yo!

Las memorias de Inocencio

  1.- El agua de bolas y las tripas en su lugar

Hace unos días atrás, exactamente el pasado domingo 30 de Febrero, fecha en que se celebraba el quincuagésimo séptimo aniversario del descubrimiento de la desembocadura del río Guaire en el río Tuy cerca de la población de Santa Lucía en los valles del Tuy, sucedió algo inolvidable. Ese día ocurrió uno de esos hechos que uno no quiere ni recordar después. Encontrábame, junto con otros tres de mis hermanos en la hermosa casa de Pablo, nuestro hermano menor. Hacía mucho, muchísimo calor. Hacía tanto calor que el sol resquebrajaba las piedras, hendía el pavimento y fundía los metales. Hacía tanto calor y el sol estaba tan fuerte que las gotas de sudor que se desprendían de mi frente, no llegaban a tocar el suelo. Antes, a medio camino se evaporaban casi al instante. Incluso, podía afirmarse que las gotas de sudor que se desprendía de mi cuerpo, ni siquiera tenían el tiempo suficiente para formarse y perlar mi casta y voluminosa cabeza; fuente y asiento de mi maravilloso intelecto y talento, y asiento también de mi canosa pelambre. Dentro de la casa, tres potentes equipos de aire acondicionado que estaban apagados, no se daban abasto para refrescar la vida a los otros miembros de la familia. El calor hacía que la tarde se tornara bochornosa, húmeda y sobre todas las cosas, calurosa

Para paliar un poco la amodorrante situación, los cuatro hermanos decidimos llenar de agua, una piscina inflable que nuestro hermano Pablito tenía guardada  desde hacía algunos años en el ático que había construido en el sótano de su vivienda. Pero, inesperadamente fuimos víctimas de un extraño fenómeno: después que llenábamos la piscina plástica, los cuatro hermanos salíamos corriendo en dirección a nuestras habitaciones a objeto de cambiarnos la ropa y colocarnos nuestro respectivo bañador. Pero, cuando llegábamos de nuevo al patio donde habíamos colocado la piscina debajo de un árbol de patilla, encontrábamos que el sol y el calor habían evaporado en agua. Por lo que encontrábamos el recipiente plástico a punto de ser achicharrado por el sol y el calor.

Decepcionados, volvíamos a nuestras respectivas habitaciones y nos vestíamos de nuevo y otra vez al patio a llenar la bañera plástica. Una vez que terminábamos de llenar la piscina plástica, salíamos corriendo otra vez a nuestras habitaciones a quitarnos la ropa y colocarnos nuestros respectivos bañadores. Cuando regresábamos al patio, ¡oh, sorpresas que da la vida!, la piscina estaba vacía otra vez. De nuevo, el agua se había evaporado por el calor.

La misma situación ocurrió unas cuantas varias veces. Cansados, y después de un breve consejo familiar de dos horas de duración, donde debatimos apasionadamente las acciones a tomar, decidimos ir a la ferretería y comprar 10 sacos grandes de hielo frío para echarlos dentro de la piscina llena de agua para evitar que ésta se evaporara. Felices por nuestra sublime inteligencia, decidimos a última hora que sólo echaríamos la mitad de los sacos de hielo en el agua. Es decir, en el agua echaríamos solamente cinco sacos de hielo y nada más. El resto, es decir, los otros cinco sacos, los colocaríamos a un lado del asoleado patio para ser usados más tarde, cuando hiciera un poco más de calor. Mantuvimos el hielo dentro de los sacos cerrados y los tapamos con una tela gruesa de color negro   para evitar que les alcanzaran los rayos solares y se derritieran, evaporándose. Con el hielo frío dentro de la piscina plástica, el agua no se evaporó  y por fin pudimos disfrutar de la húmeda frescura del agua.

Mis tres imberbes hermanos y yo nos metimos junto con nuestros prominentes y bien labrados abdómenes en la piscina circular de 1,50 metros de diámetro y 40 cm de altura, y nos sentamos en el fondo de ella. A continuación ocurrió un extraordinario suceso: Casi toda el agua se derramó por el piso. Incluso, parte del hielo también se salió de la piscina y también comenzó a evaporarse. Nadie pudo explicar tan extraño acontecimiento. Diez segundos más tarde no quedaba ni rastro del agua derramada en el suelo. En plena conmoción, Érika Galindo, nuestra hermosa y bien formada vecina, ingresa al patio donde nos encontrábamos el póker de juveniles hermanos, cada uno con un trago de whisky en la mano, remojando nuestros acalorados traseros, y exclama en voz alta:

— ¡Hola chicos!  ¿Refrescándose en esa agua de bolas?

–Érika, es una jovencita de que ronda los 40 años de edad y es una gran amiga de mi hermano Pablo. La chica trabaja como gerente de consejería matrimonial en una reconocida empresa publicitaria. Personalmente, estoy convencido de que esta niña quiere jugarse un numerito de la lotería con mi hermano Pablo. Sólo la persistente presencia de Ana, la mujer de Pablo, impiden que sus negros deseos se conviertan en realidad

Leo, otro de mis bisoños hermanos y quien tiene cierto grado de confianza con la niña en cuestión, replica inmediatamente:

— ¿A cuál agua de bolas, te refieres chica?

— ¡Me refiero a esa agua de bolas que tienen Uds. allí en esa piscinita! ¡Parecen cuatro budas remojándose el culo! ¡Hágame Uds. el favor!  ¡Por Dios! –dijo aquella, con vivacidad.

—Aquí estamos pasándola bien. ¿Por qué no nos acompañas? –pregunta Leo  con cierta picardía.

— ¿Quién va a meterse en esa agua de bolas? ¿Yo? ¡Estás loco!  ¡A mí me gusta mucho jugar con las bolas!, pero, ¿bañarme con agua de bolas? ¡No gracias! ¡Paso!

— ¡Me parece que a ti se te hace agua la boca! –exclama Pablo en voz alta debido a que Érika ya se giraba para entrar a la vivienda evitando el inclemente sol.

— ¡Ven, chica! ¡No te hagas la remolona y ven a satisfacer uno de tus más íntimos y lujuriosos deseos! –Dice Leo en voz alta–. Érika no respondió

Después de haber remojado con suficiencia nuestras anchas posaderas y nuestros envoltorios testiculares, nos salimos de la bañera plástica e ingresamos a casa. De pronto me encuentro con Carmen, una vieja amiga, quien al verme casi desnudo, corre hacia mí llorando a lágrima viva y me abraza estrechamente entre sus robustos brazos al tiempo que exclama desesperada:

— ¡Ay Elmor, si supieras lo que ha ocurrido! ¡Si supieras lo que hice!

Alarmado, y contra mi voluntad, me desprendo de los brazos de la esbelta mujer mientras le digo:

— ¡Por favor, cálmate! Dime lo que está ocurriendo. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

Al instante me imagino que si alguien hubiese escuchado mi última pregunta, seguro que me postula, ipso facto, al premio Nobel de la pregunta inteligente. ¡Por supuesto que la mujer no se encontraba bien! ¡Y yo preguntando que si se encontraba bien! ¡Definitivamente hay que tener una santa paciencia con algunas personas! ¿No digo yo?

Bueno, como quiera que sea, la fémina llorosa se calma un poco, no mucho, y comienza, por fin, a relatar su angustiosa cuita. Transcribo exactamente cómo ocurrieron los hechos:

Carmen, aún llorosa, sin apartar su mirada de mi esbelta y prominente panza, dice:

—Ay, Elmor querido –comienza por decir la mujer–, tú bien sabes que Juancho y yo llevamos más de un montón de años casados viviendo en concubinato y durante este tiempo hemos sido más felices que muchacho hurgándose la nariz. El único problema que tenemos, entre los muchos que hemos tenido todos los días, es que mi marido tiene el hábito de pearse ruidosamente todas las mañanas al despertarse después de dormir.

De nuevo la mujer comienza a llorar con lágrimas que le brotan desde el interior de sus áridos ojos. Yo le acaricio la cabellera que la mujer luce en su cabeza y al instante ésta se calma.  (Aclaratoria: “ésta”, significa en este instante, “la mujer”).  Aclarada la aclaratoria, continúo relatando el relato de mi amiga Carmen:

—El asunto es que después que mi marido se lanzaba sus horribles y estruendosos flatos, siempre tenía que levantarme rápidamente de la cama, pues la horripilante hediondez me hacía llorar y me quedaba sin poder respirar. Todas las mañanas –continúa la mujer–, yo le suplicaba que dejara de pearse porque me estaba dejando enferma de los pulmones y de los nervios. Él me respondía que no podía evitarlo. También afirmaba que eso era algo perfectamente natural y muy higiénico. También me decía que yo debía sentirme agradecida de que él compartiera sus pedos conmigo.

Otra vez la mujer comienza de nuevo a llorar nuevamente. Después, sigue con el cuento:

—Yo le aconsejé muchas veces, que visitara al médico. Le expliqué que yo estaba muy preocupada por él, pues temía que algún día se le salieran las tripas. Sin embargo, él no me hacía caso –Insiste la mujer–.  Los años pasaron y mi marido seguía liberando alegremente sus hediondos gases intestinales de su atosigado intestino.

—Entonces, en un bello día de Acción de Gracias, que nosotros no celebramos porque no es una costumbre nuestra en nuestro país, me encontraba desde el amanecer, preparando el pavo para la cena y mi marido todavía estaba durmiendo en el piso de arriba mientras yo trabajaba en el piso de abajo. En el medio, no había nadie, ni durmiendo ni trabajando. De pronto me fijo en los restos del pavo: tripas, pescuezo, hígado, etc. Y de pronto se me ocurre una maravillosa y maliciosa idea. Agarro con mis propias manos mías todos los restos del pavo y me fui para la habitación donde mi marido continuaba durmiendo y con mucho cuidado levanto la cobija, le bajo un poco el calzoncillo y le colocó todos los restos del pavo entre sus nalgas. Le acomodo de nuevo el calzoncillo, y feliz, me regreso a mis labores.

—Un rato después le escucho despertarse con sus habituales trompetas como ya era costumbre en él. Un instante después, escucho un grito desesperado y pasos frenéticos de mi marido corriendo hacia el baño. ¡Yo estaba que me moría de la risa! ¡Casi no podía controlar las ganas de reír! Las lágrimas, húmedas y mojadas bajaban por mi rostro como muchacho de cerro en patineta ¡Después de tantos años de tortura debía reconocer que me había vengado con justicia! ¡Por fin le había jugado una gran broma!

—Después de unos veinte minutos, mi marido bajó por las escaleras con el calzoncillo ensangrentado y con una expresión de horror en su rostro. << ¡Yo tuve que morderme los labios para no soltar la carcajada! >> –aseguró la mujer–.  De inmediato, le pregunté con mi cara muy seria, que cuál era el problema.

— ¿Y qué ocurrió? –pregunté.

—Él me respondió:

— << !Querida, tenías mucha razón! >>Todos estos años me advertiste acerca de lo que podía pasarme y nunca quise hacerte caso! ¡Nunca quise escucharte!

— ¿Qué me quieres decir? –inquirí con cara de inocente.

— << ¡Bien! Siempre me advertiste de que un día cualquiera, de tanto pearme en la cama, se me saldrían las tripas por el culo y hoy finalmente ocurrió>>.

Finalmente, mi marido añadió:

— ¡Pero, gracias a Dios me puse un poco de tu vaselina en los dedos y creo que conseguí poner todo lo que salió de nuevo en su lugar!

 

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