¡Si todos fueran como yo!

Un relato verdadero

11.09.2014 12:00

UN NUEVO REY SALOMÓN

 

Quiero relatarles una historia verídica que ocurrió hace muchos años en algún lugar más allá del más nunca. Pongo como fieles testigos de la veracidad de mis palabras a mis amigos Juan Bimba y Pepe Chancleta. Y aquí les va el cuento:

Cierto día ocurrió que :

— ¡Hola Juan!

— ¡Hola Elmor! ¿Cómo has estado? ¿Todo bien? –respondió mi amigo Juan Bimba con su característica alegría.

Juan Bimba y yo somos amigos desde hace 10 años. Nos conocimos el mismo día en que mi familia y yo nos mudamos al edificio donde habíamos adquirido un apartamento.  El esfuerzo de subir nuestros muebles al nuevo apartamento estaba resultando bastante duro. Apenas habíamos subido aproximadamente la mitad de nuestros enseres, y yo estaba completamente deshecho. Mi mujer estaba que ya no podía con su alma. Mi pequeño hijo de apenas 10 años de edad era el único que, aunque sudando a mares, mostraba alegría por la mudanza. Mientras tanto yo, agotado, miraba desconsolado que aún nos faltaba un montón de cosas por subir a nuestra nueva vivienda.  Entonces apareció Juan Bimba.

Sonriente se presentó y dijo:

— ¡Hola! Mi nombre es Juan y estaba asomado en el balcón de mi apartamento cuando te vi llegar con la mudanza. Pensé que traías alguna ayuda contigo. Ahora, de nuevo pasé por el balcón y me fije en lo cansado que parecías y por eso bajé a ayudarte.

A partir de ese momento, la amistad entre nosotros se fue consolidando con el paso de los días. Hoy, me precio de tener a Juan Bimba entre mis amigos y más valoro el hecho de que él me considere su amigo. Honor que me hace.

Ese día, Juan Bimba, Pepe Chancleta –quien es mi otro gran amigo–, y este humilde servidor, nos encontrábamos disfrutando de un agradable momento de esparcimiento en el apartamento de Juan, al son de la suave música instrumental que éste atesora entre sus colecciones. Algunos tragos de whisky alegraban la velada. Charlábamos de cosas variadas como deportes, política, economía, películas y otros temas similares y súper aburridos. No podíamos hablar de mujeres pues nos acompañaban nuestras respectivas esposas.

Algún desinformado podría hacerse la siguiente pregunta:

— ¿Cómo es eso?  ¿Por qué no podían Uds. hablar de mujeres? ¿Acaso son Uds. unos sometidos?

— ¡Ja! ¡Cómo se percibe que no conocen a nuestras mujeres! –Responderíamos nosotros en voz baja.

—Pues, si no me creen, permítanme decirles que cuando mi mujer y yo asistimos a una reunión fuera de la casa y ya estamos por regresarnos a nuestro hogar, yo amorosamente me acerco a ella, y ofreciéndole mi brazo, le digo:

— ¡Enróllate, que ya nos vamos!

Nuestras mujeres tenían una característica en común. Cuando nos reuníamos para compartir un agradable rato, ellas, apartadas a un lado de la sala, se mantenían chismorreando, perdón, hablando todas ellas al mismo tiempo. Mientras que nosotros, los hombres compartíamos en voz baja, educadamente, ellas formaban su clásico alboroto adornadas con frecuentes carcajadas. En dos o tres oportunidades había ocurrido que, convencidos de que ellas, concentradas en su perorata no podrían estar escuchando nuestra conversación, alguno de nosotros había hecho algún comentario ligeramente picante sobre alguna diva o modelo famosa. De pronto, y en forma inesperada, el que estaba contaba la anécdota quedaba como si estuviera aireando su horrible infidelidad en medio del desierto, pues aquellas, de  inmediato detectaban la irregularidad y  un instantáneo silencio se depositaba en la estancia, siendo, de inmediato,  capturado el pecador  in fraganti y con testigos presenciales de su grave delito.  Las consecuencias eran terribles para los tres amigos. Me he hecho la promesa de que algún día me llenaré de valor y denunciaré públicamente nuestros sufrimientos.

Debido a ese desafortunado suceso, las charlas propias entre hombres habían quedado desterradas para siempre en nuestras reuniones familiares. Ese día, en algún momento, Pepe recuerda que debe comprar un regalo para su progenitora con motivo de la eminente celebración del día de las madres. Al recordar la cercana efeméride, Juan Bimba, con expresión apesadumbrada, expone su pesar por la reciente muerte de la progenitora  de su gran amigo y antiguo compañero de estudios, Pancho Rito, a quien nosotros, Pepe y yo, no conocíamos.

Tal era el pesar que mostraba Juan, que su mujer corrió a prepararle una limonada caliente para levantarle el ánimo. Nosotros, por cortesía, comenzamos a hacerle preguntas relativas a su amigo. Preguntas como está:

— ¿De qué murió la madre de tu amigo Pancho Rito? –pregunta Pepe Chancleta sin mucho interés.

—Tengo entendido que padecía de cáncer en los huesos desde hacía mucho tiempo, pero realmente no sé de qué murió–responde Juan–. Yo no estaba en la ciudad cuando la madre de mi amigo decidió irse a vivir al mundo de los acostados. Aún no he hablado con Pancho Rito. ¡Sólo sé que la muerte del señor le ha afectado mucho! –exclama Juan con pesar.

Pepe Chancleta  y yo nos miramos extrañados por la curiosa respuesta de nuestro mutuo amigo. Rosa, Carmen y María, nuestras asombradas  esposas, se llevan la mano a la boca sin decir nada. Sin dilación, Pepe decide aclarar el entuerto:

—Querrás decir que la muerte de la señora le ha afectado mucho, ¿no? ¡Te confundiste con el sexo de la señora!

— ¡No! ¡No me confundí! Lo dije correctamente –explica Juan, solícito–, y ratifica:

—La muerte de la madre de mi amigo, el señor Pino, ha afectado profundamente a mi amigo Pancho Rito.

Entonces yo decidí intervenir con mi magistral sapiencia y profundos conocimientos vitales y dije:

— ¡Oh, vamos Juan! ¡Que te estás poniendo majadero! ¿Cómo vas a decir que tu amigo Pancho Rito está profundamente afectado por la muerte de su madre, el señor Pino.  ¡Te confundiste, vale!

— ¡Que no me he confundido, coño! —repone Juan con insistencia–. Les digo que la madre de mi amigo Pancho, el señor Pino Blanco, murió hace unos días atrás.

Pepe y yo, nos miramos a la cara con evidente incredulidad. Las mujeres, por su lado hacen lo mismo. Milagrosamente, ellas permanecen en silencio, tal vez respetando el dolor de nuestro amigo. Ambos (me refiero a Pepe y yo), ya estábamos pensando que a Juan se le habían subido los tragos a la cabeza, o el pobre hombre ya había comenzado a chochear. Evidentemente las mujeres pensaban lo mismo.

Juan Bimba adivinando con magistral claridad, nuestros oscuros y malvados pensamientos, exclama con tono seco:

— ¿No me creen verdad?  ¡Uds. están cuadrando en sus cochambrosas mentes, que yo estoy volviéndome loco o turulato, o que ya el whisky se me subió a la cabeza! ¿Cierto?

Ni Pepe Chancleta ni yo quisimos emitir la obvia respuesta a la pregunta retórica de Juan Bimba. Éste insiste:

— ¡Pues, permítanme contarles una historia, por favor!  Para que se den cuenta de que no estoy beodo ni estoy perdiendo el juicio, sino todo lo contrario:

—Todos conocemos el pasaje bíblico del juicio del rey  Salomón sobre el caso de dos mujeres que reclamaban para sí el derecho de maternidad sobre un bebé recién nacido, en el que se describe el recurso utilizado por el extraordinario y sabio rey de Israel para averiguar cuál de las dos mujeres era la madre del niño vivo.

Ahora Juan se lanza de lleno a relatar una vez más, el famoso cuento:

—Una de las mujeres dijo: “Mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto”

—La otra alegó: “No, el tuyo es el muerto y mi hijo es el que vive.”»

—Con ese tira y encoje, estuvieron un buen rato y no lograban ponerse de acuerdo sobre quién era la verdadera madre del crío. Por lo que el sabio rey intervino y exclamó:

— ¡Traedme una espada!

Y trajeron al rey una espada. Luego dijo éste:

— ¡Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra!

Entonces, la mujer quien era la verdadera madre del hijo vivo, habló al rey:

— ¡Ah, señor mío! ¡Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis, por favor!

—La otra respondió: ¡No! ¡Ni a mí ni a ti! ¡Partidlo por la mitad!—exigió la otra.
Entonces el rey, con gran sabiduría, respondió:

— ¡Entregad a aquélla el niño vivo, y no lo matéis; pues ella es su verdadera madre!

Juan hace una pausa y asevera:

— ¡Estoy seguro de que Uds. ya conocían esa famosa historia bíblica! ¿No?

— ¡Por supuesto que la conocemos! –Respondimos, al unísono Pepe y yo. Las mujeres guardan respetuoso silencio, aunque sus rostros, burlones, daban a entender otra cosa.

Entonces Juan Bimba prosiguió con su historia:

— Tal vez Uds. sepan que los Juzgados de Paz en algunos de nuestros países, suelen ser órganos judiciales unipersonales con jurisdicción en el ámbito local en el que no existe un juzgado de primera instancia. Generalmente, los jueces de paz no suelen ser muy cultos e instruidos que digamos, y algunos de ellos, incluso, llegan a ser iletrados. Jurídicamente, se busca la solución de los conflictos vecinales mediante conciliación entre las partes, siguiendo las costumbres particulares de la comunidad donde el juez presta sus servicios. Uno de estos jueces, que ejercía en un lejano pueblo del Estado Zulia, que es el sitio donde nació mi amigo Pancho Rito, era mi gran amigo Anacimandro Botello.

—Pues bien –prosigue Juan después de una breve pausa–, hace unos cuantos años, este juez tuvo que enfrentarse a un caso como el del rey Salomón. Dos vecinas del pueblo, que vivían pared con pared y compartían patio, además de otras cosas, dieron a luz un niño varón en fechas cercanas.  Pero uno de los bebés había nacido muerto. Ambas decían que el bebé vivo era el suyo y acusaban a la otra de haberlo robado la noche anterior aprovechando que compartían el patio. Ambas mujeres decidieron llevar el caso ante el juez de paz Anacimandro Botello para que éste diera su dictamen definitivo. El juez de paz, que era conocedor de la decisión salomónica, aunque en forma muy superficial,  tenía escondido en el escritorio del secretario, un gran machete listo para planear a cualquier majadero que pusiera en duda su autoridad y su jurisprudencia.

Juan hace una breve pausa en la narración de la interesante historia y bebe un sorbo de la espirituosa bebida para darse ánimos y finalizar la dramática e inverosímil historia de la vida real

—Llegado el momento —sigue contando nuestro amigo– las dos mujeres se presentan ante el Juez de Paz y comienzan el contrapunteo:

— ¡Mirá, Primera!,  ¿vos sabéis como es la verga? –exclama la primera mujer en tomar la palabra–.  ¡Que vos me habéis robao el muchachito mientras yo echaba un camarón! –afirma  Zoyla Becerra, mientras señala con el dedo a Primera, que es la segunda mujer en discordia.

La segunda mujer, Primera Mata de Roble, se defiende al instante:

— ¡Qué va, mijiiiita! ¡Habéis sido tu quien me robó el muchachito!

Y sin dar tiempo a nada, añade en voz alta:

— ¡Porque a ti se te murió el tuyo porque vos solo vivís para estáis pendiente de los hombres porque a vos lo que le encanta es un macho! ¡Tu muchachito se asfixió con la almohada y vos no te diste cuenta porque en ese momento estabas con uno de los maríos de vos!

— ¡A la verga con tu lengua mujé! –exclama, molesta, la Zoyla Becerra–. ¡Una no puede acostarse con un hombre porque ya vos se lo ponéis a una como marío¡ ¡Vergación! ¡Vos sois una mentirosa de mierda, además de zorra! ¡Pa que lo sepas, mijiiiita!

La Primera, que era la segunda mujer, se disponía a replicarle a la Zoyla Becerra, cuando el Juez, recuerda el episodio del rey Salomón y decide imitar tan sabia decisión. Por lo que, dando un manotazo sobre la mesa, ordena que le traigan el filoso machete.

—Ya con el filoso machete en la mano, el juez grita: ¡voy a partir en dos a esta criatura para dar a cada madre una de sus dos mitades!

A continuación, el juez levanta el machete por encima de su cabeza y antes de descargar el mortal tajo sobre el infante, espera unos instantes, dando tiempo a que alguna de las dos mujeres impida el infanticidio.

El caso es que ninguna de las dos mujeres abrió la boca. Ante aquella situación fue el secretario el que intervino exclamando con gran desespero:

— ¡Deténgase, por favor! ¡No lo permitiré! ¡No parta en dos al niño, señor juez! ¡Se lo suplico, por favor!

El juez, baja el machete y dando un golpe sobre la mesa con el mazo, sentenció:

— ¡Pino Blanco Verdoso! –Ese era el nombre del secretario–, ¡tú eres la verdadera madre de esa criatura! ¡El niño es tuyo! ¡Tú eres se verdadera madre! ¡El niño es para ti!  ¡Te pertenece!

Demás está decir que nuestras insensibles mujeres casi se parten de la risa. En cambio, Pepe y yo guardamos silencio y nos unimos al dolor de nuestro amigo.

© 2014 Todos los derechos reservados.

Crea una web gratisWebnode